Por Nicolás Sosa Baccarelli
El “proyecto inmigratorio” impulsado a
mediados del siglo XIX representó para algunos sectores, un fracaso y una
indigna invasión de “tanos” y “gallegos” tan “bárbaros” como el “gaucho
bárbaro”. Entre los millares de inmigrantes que llegaron a nuestro país, una
porción considerable era italiana. ¿Qué influencia ejercieron los italianos en la gestación del tango? ¿Qué presencia tienen en sus letras y en su
música?
Los “guarangos cuadrados”
Creo que fue
Carlos Fuentes quien sentenció que los mexicanos descienden de los aztecas, los
peruanos de los incas y los argentinos… de los barcos. La sentencia no es del todo cierta, una parte
considerable de nosotros ya estaba acá antes que llegara don Pedro de Mendoza.
Una parte de nosotros fue exterminada, junto con los querandíes, en aquellas
maniobras de la historia y siguió siendo diezmada en siglos posteriores.
Otra parte
nuestra llegó, es verdad, en las terceras clases de barcos abarrotados de
sueños y esperanzas. Muchos de ellos
eran italianos.
El proyecto
inmigratorio llevado a cabo en nuestro país bajo el lema “gobernar es poblar”
se materializó en algo bien diferente a lo pensado. Teniendo en mente a los
ingleses, franceses y alemanes, se desarrollaron considerables esfuerzos por
atraer dichos contingentes migratorios hacia estos lares. Estas culturas
inspiraban una enorme admiración entre los sectores ilustrados de Buenos
Aires. La idea era importar hombres “civilizados” que se animaran a probar suerte en estas
extensiones de “pampa bárbara”, la poblaran, la modernizaran. Lo cierto es que
más allá de algunos técnicos y profesionales de sangre sajona, lo que llegó al
puerto de Buenos Aires era una masa de “tanos” y “gallegos” (entiéndase
españoles) analfabetos –en su
mayoría- que venían dispuestos a “hacer
la América”, escapando de crisis económicas y de episodios bélicos que
comprometían a los países de donde provenían. Ésos también eran nuestros
abuelos.
Explicaba
Alberdi hacia 1840 en El Mercurio de Santiago de Chile: “cada europeo que viene
nos trae más civilización en sus hábitos… ¿queremos que los hábitos de orden y
de industria prevalezcan en nuestra
América? Llenémosla de gente que posea hondamente estos hábitos”. Pero
¡cuidado! No cualquier europeo. Aclara Alberdi en las Páginas Explicativas de
sus “Bases…”: “Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es
decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la
Constitución que el gobierno debe fomentar la inmigración europea. Pero poblar
no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de
Asia y con negros de África. Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar
un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de
Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta. Porque
hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto
liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin
dejar por eso de arruinar un país de Sud América con sólo poblarlo de
inmigrados europeos”.
A la luz de
estas ideas, puede comprobarse que la inmigración que sobrevino, defraudó a los
gobernantes e intelectuales que habían promovido esta suerte de “mejoramiento
genético” que nunca fue. Incluso el
propio Sarmiento terminó juzgando al proyecto inmigratorio como un
fiasco.
A muchos de
esos viajeros les ganó la nostalgia y el recuerdo de la familia que había
quedado allende los mares, y se volvieron. Otros tantos se quedaron. Si bien la
preocupación de las clases gobernantes desde 1853 fue poblar las enormes
extensiones que existían en nuestro territorio, un abultado número de
inmigrantes se hacinó en las ciudades. En predecibles crisis habitacionales,
grandes casonas deshabitadas se transformaron en hogar de familias enteras que
alquilaban piezas y compartían el techo: el conventillo.
El censo de
1869 arrojaba una cifra interesante: el 52% de la población de Buenos Aires era
inmigrante, la cifra aumentó al 60% en 1914.
En 1895, de los 366 mil trabajadores de Buenos Aires, 160 mil eran
inmigrantes, en su mayoría italianos.
Hacia 1900 los inmigrantes seguían arribando en
cantidades alarmantes. El hombre blanco vencía al “indio” y se sobreponía con
la pólvora a un pasado americano que, muy lejos de reconocerse en él,
abominaba. Gobernaba un régimen político protagonizado por hombres que hundían
sus genealogías en remotos guerreros de la independencia, y aseguraban la
continuidad de sus gobiernos con la fuerza invencible del fraude electoral. El
caudillismo y el voto comprado, cantado y a punta de pistola eran los
mecanismos naturales del acto eleccionario.
No sólo no
habían llegado los sajones, sino que
habían desembarcado junto a los “europeos de segunda”, cual ratas de
bodegón, raras ideas de igualdad y de justicia. Movimientos obreros, sociedades
de ayuda mutua, anarquismo, socialismo, entre otros vicios de los descendientes
del Dante.
La
Revolución del Parque, en 1890, había alumbrado el surgimiento de una nueva voz
en el escenario político nacional: la Unión Cívica que luego se transformaría en
“Radical”. En 1894 se había fundado con Juan B. Justo el Partido Socialista.
Estos nuevos frentes políticos
comenzaron a canalizar los reclamos, las inquietudes y las necesidades
de vastos sectores que no estaban incluidos en el “mapa del progreso”.
Faltaban
todavía algunos años para que estas voces disonantes se materializaran en
acciones de gobierno y lograran asomar
la cabeza en el hermético círculo del poder liderado por el roquismo y sus
sucesores.
La
configuración de nuevos sectores populares donde los inmigrantes y sus hijos
ocupaban una cifra mayoritaria, se encontró rápidamente con un duro rechazo de
la dirigencia política. Expresaban un peligro inminente, una nueva realidad
social que ponía en duda su fuerza y su poder. Representaban una avanzada que
interpelaba a una elite gobernante endogámica que entraba en crisis.
El régimen
gobernante reaccionó dando batalla en
frentes diversos. Desde el punto de vista jurídico se dieron una jugosa norma.
En 1902 y durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, se sancionó la Ley
de Residencia redactada por Miguel Cané. Esta ley permitía detener sin orden
judicial, y deportar a los agitadores extranjeros “que perturbaran el orden
público” (art. 2) dando el mal ejemplo a obreros y peones.
Luego
vinieron los allanamientos a la Federación Obrera Regional Argentina, al
Partido Socialista; la incautación de los periódicos La Vanguardia y La
Protesta, la masacre de la Patagonia
trágica, entre otros tantos episodios vergonzosos. Se exterminaba al “indio”
en la Patagonia y se corría al inmigrante “revoltoso” donde quiera que se
encontrara.
La
literatura de la época también empuñó el garrote de un nacionalismo súbito y
desesperado. La clase dirigente, dice
Ernesto Sábato, intentó reaccionar resaltando tardíamente las virtudes de un
gaucho que ya no existía y que se había visto obligado a emigrar a los límites
de la ciudad. El gaucho se había convertido en orillero e integraba la misma
clase de los inmigrantes a los que no cesaba de manifestar su desprecio, pero con
quien compartía las mismas penurias y esperanzas.
En el podio
de la barbarie encabezado por el “indio” y seguido por el gaucho (no el gaucho
amanerado y dócil de “La Vuelta de Martín Fierro” sino el anterior) se le hizo lugar al inmigrante pobre, quien
además de ser bárbaro, ni siquiera había nacido aquí. Reciba el lector una
breve nómina ilustrativa de lo que afirmamos:
Eugenio
Cambaceres, por ejemplo, en su célebre novela “En la sangre” y haciéndose eco
del auge de la criminología positivista,
llegó a sostener que la inferioridad del inmigrante tenía bases biológicas.
Miguel Cané,
en su inolvidable obra “Juvenilia” presenta a vascos salvajes y a italianos
ridículos.
Antonio
Argerich en el prólogo a su libro “¿Inocentes o culpables?” señala: "me
opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo
desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la
República Argentina...”
José Ramos
Mejía, en “Las multitudes argentinas” allá por 1899, señalaba que el cerebro de
los inmigrantes es “lento como el del buey a cuyo lado ha vivido; miope en la
agudeza psíquica, de torpe y obtuso oído...” y se indignaba en castiza
elocuencia: “Por eso cuando le veáis médico, abogado, ingeniero o periodista,
le sentiréis a la legua ese olorcito
picante a establo y asilo del guarango cuadrado de los pies a la cabeza.”
El “guarango
cuadrado” no sólo ingresó a las
universidades sino que desparramó su “olorcito picante a establo” por las
putrefactas cátedras universitarias y logró, junto a otros “guarangos”
autóctonos, la Reforma de 1918 con la
cual se garantizaba el acceso de nuevas clases al estudio de las profesiones
liberales. “M´hijo el dotor” ya no era una aspiración de deseos imposibles, sino
una realidad.
El acordeón maullante
En las
tensiones de estos diversos sectores sociales, se forjaba la identidad
nacional. Con gauchos acorralados, con
“indios” masacrados y “tanos”
agitadores. En este contexto y de la mezcolanza pintoresca pero indigna del conventillo, asomaba un universo
verdaderamente genuino: el tango.
Mucho se ha
dicho ya sobre las raíces españolas y “negras” del tango. En cambio el influjo
de la inmigración italiana no ha sido del todo atendido por los estudiosos del
tema. ¿Ejercieron estos italianos una influencia considerable en la gestación
de nuestro género nacional?
La revista
“Caras y Caretas” del 7 de febrero de 1903 en un artículo titulado “El tango
criollo” mencionaba al “italiano acriollado como un famoso cultivador del
tango”. La crónica de la época ya había notado que ese “tano” sensiblero de la
penúltima pieza del conventillo de la esquina, hamacaba al compás de un tango
el recuerdo de una calle, de una madre o de un amor que había quedado, para
siempre, detrás del océano.
El propio
Leopoldo Lugones que había visto en el tango “un reptil de lupanar”, en 1913
señalaba: “el suburbio agringado de nuestras ciudades cosmopolitas engendra y
esparce por esas tierras a título de danza nacional (el tango) cuando no es
sino deshonesta mulata engendrada por las contorsiones del negro y por el
acordeón maullante de las trattorías”. Ni el acordeón maullante de los
italianos, ni Lugones, gozaron de los favores consagratorios del tango. En el
lugar del acordeón italiano se aquerenció un pariente alemán (el bandoneón); y
en el sitial del poeta cordobés, centro y figura del canon literario y moral de
la Buenos Aires de aquellos años, surgieron hombres de una pronunciación
francesa más defectuosa, de un latín menos riguroso, pero de almas gigantes
y de una poética canyengue y refinada.
Ricardo
Ostuni, prestigioso investigador del género, en su obra “Tango, voz cortada de
organito” se encarga de escudriñar el tema. Allí trae a colación dos opiniones
rioplatenses. Una, del ensayista uruguayo Daniel Vidart para quien el injerto
de los organitos y de los acordeones venidos de Italia hicieron llorón al tango
y abrieron el camino a la elegías con cornudos y minas espiantadas.
La otra
opinión proviene de este lado del río: es de Borges. Él se lamentaba, como
recordará el lector, de que el tango perdiera su coraje original en manos de un
llanto decadente y hasta inverosímil para un guapo de las orillas de fines de
siglo. Borges distinguía, anota Ostuni, un tango criollo y otro “maleado por
los gringos”.
A
continuación, el autor a quien seguimos advierte que “lo singular de estos
juicios es que olvidan que los tangos primitivos, los que exhibían esa
felicidad de pelear porque sí nomas y la valentía chocarrera del arrabal –los
“tangos pendencieros” según el cuño feliz de Borges- fueron también compuestos
en su gran mayoría por los primeros inmigrantes italianos o por sus
descendientes”.
En rigor de
verdad la objeción de Ostuni no alcanza a Borges quien, en su “Evaristo
Carriego” destaca irónicamente que los “criollos viejos” que engendraron el
tango “se llamaban Bevilacqua, Greco o de Bassi”. Apellidos claramente
italianos que efectivamente corresponden a los de compositores del tango de
antigua data.
Los “tanos”
se quedaron en el tango. Algunos de ellos conservaron sus apellidos, otros los
acriollaron, incluso también hubo quienes los afrancesaron, pero siempre
siguieron firmes tocando, escribiendo y
bailando durante el transcurso del siglo.
Más nombres ilustres
Habiendo
enunciado ya, algunos apellidos italianos que protagonizaron la época de
génesis y formación del tango, podemos recordar algunos otros nombres, ya
posteriores, que honran el mismo origen.
Amleto
Vergiatti, nació en Parma. Supo llamarse Enrique Alvarado, pero fue conocido
con un nombre ya querido por todos: Julián Centeya, el hombre gris de Buenos
Aires. Llegó con su familia desde Italia. Su padre, periodista anarquista, fue
perseguido por sus ideas políticas y decidió viajar a América. Más tarde
recordaría el poeta, en su poema “Mi viejo”:
“Vino en
Conte Rosso
fue un
espiro
tres hijos,
la mujer, a más un perro
como un
tungo tenaz cinchó de tiro
todo se lo
aguantó: hasta el destierro”
Luis César
Amadori, el prolífico letrista y hombre de cine (e incansablemente envidiado
por haber llevado al altar a la bella
Zully Moreno) nació en Pescara.
Mario Battistella,
comparte el mismo origen. El autor de “Cuartito azul” -entre otros cientos de
tangos- había nacido en Verona. De estos pagos era oriundo también uno de los
mejores vocalistas de la historia del tango: Alberto Marino, cuyo nombre
verdadero era Vicente Marinaro. Como bien destaca Ricardo García Blaya, Marino
no sólo trajo su sangre italiana, sino que también trajo con él la influencia
de la escuela italiana de canto.
Sabemos que
Ignacio Corsini se crió entre Almagro y la Provincia de Buenos Aires, pero lo
cierto es que este cantor criollo había nacido en Sicilia, pese a que portaba
un apellido oriundo de Italia del norte.
Para no
agotar al lector apenas recordaremos que fueron descendientes directos de italianos, los hermanos De Caro, Armando y
Enrique Santos Discépolo, Vicente Greco, Ernesto Ponzio, Pascual Contursi,
Roberto Firpo, Juan Maglio “Pacho”, Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Carlos
Di Sarli, Juan D´Arienzo, Astor Piazzolla, Pedro Maffia, sólo por nombrar
caprichosamente algunos.
Más allá de
la cercanía con un nacimiento familiar en la península itálica, la sangre
italiana inunda la historia del tango. La sola mención de los apellidos
corrobora el jucio: Francini, Pugliese, Manzione Prestera (apellido de Homero
Manzi), Biaggi, Ruggiero, De Ángelis, D´Arienzo, D´Agostino, y un largo
etcétera.
Las letras
Numerosas
son las letras de tango inspiradas en el inmigrante italiano y su mundo.
Revisemos algunas:
“Con el codo
en la mesa mugrienta
y la vista
clavada en el suelo,
piensa el
tano Domingo Polenta
en el drama
de su inmigración.
Y en la
sucia cantina que canta
la nostalgia
del viejo paese
desafina su
ronca garganta
ya curtida
de vino carlón.”
Los versos
son de Nicolás Olivari y pertenecen al tango “La violeta” escrito en 1930. En
él, se narra el drama que llegaba
“encerrado en la panza de un buque”. Sigue cantando el poeta:
“Canzoneta
de pago lejano
que idealiza
la sucia taberna
y que brilla
en los ojos del tano
con la perla
de algún lagrimón...
La aprendió
cuando vino con otros
encerrado en
la panza de un buque,
y es con
ella, metiendo batuque,
que consuela
su desilusión.”
También se
ocupó el tango del tema del ascenso social del inmigrante y el sueño del hijo profesional. En 1930 se
conoció esta obra que luego grabó Gardel. La pieza, de Guillermo Del Ciancio,
se llama “Giuseppe el zapatero” y describe el asunto, en versos que poco honran
la letrística tanguera, pero significan un testimonio de la época:
“E tique,
taque, tuque,
se pasa todo
el día
Giuseppe el
zapatero,
alegre
remendón;
masticando
el toscano
y haciendo
economía,
pues quiere
que su hijo
estudie de
doctor.”
El lugar que
encontró el “tano” para meditar sobre su
pena fue el “cafetín”, ese reducto sórdido y gris al que aluden numerosas
obras.
Cátulo
Castillo por ejemplo, en su tango “La Cantina”, puso de música una tarantela
que alegró un barco, pero hizo a su tango, profundamente triste:
“Se ha
dormido entre jarcias la luna,
llora un
tango su verso tristón,
y entre un
poco de viento y espuma
llega el eco
fatal de tu voz.
Tarantela
del barco italiano
la cantina
se ha puesto feliz,
pero siento
que llora lejano
tu recuerdo
vestido de gris.”
Su papá,
José González Castillo, había recordado
en “Aquella cantina de la ribera” en 1926, la desdicha del amor perdido detrás
del océano:
“Pero hay en
las noches de aquella cantina
como un
pincelazo de azul en el gris,
la alegre
figura de una ragazzina
más breve y
ardiente que el ron y que el gin."
En los
versos del gran Homero Expósito retorna en 1947 la imagen poética del barco, el
lirismo de la pena asfixiante del pasado y la distancia. Recuerdos del hombre
que ahoga sus penas en el vaho del alcohol de un… “Cafetín” (1947)
"Bajo el gris
de la luna
madura
se pierde la
oscura
figura de un
barco.
Y al matiz
de un farol
escarlata
las aguas
del Plata
parecen un
charco.
¡Qué
amargura
la de estar
de este lado
sabiendo que
enfrente
nos llama el
pasado!...
Cafetín,
en tu vaso
de vino
disuelvo el
destino
que olvido
por ti..."
En síntesis,
los inmigrantes italianos y sus descendientes asumieron desde los inicios del
tango una presencia notoria. Sus problemas, la exclusión de la que fueron
víctimas, sus angustias, sus fracasos, decantaron en poesía y en música.
En palabras
de Sábato, discriminar hasta qué punto los criollos se italianizaron o los
italianos se acriollaron, no es fácil, y
resulta una tarea bizantina.
Cantaron la
angustia de la patria lejana, de la infancia perdida. Cantaron el desgarramiento del amor distante,
de eso que se fue para siempre.
El tango,
como tantas otras manifestaciones culturales, sociales y políticas de nuestro
país, le debe mucho a nuestros ancestros “tanos”.
***
NOTA: Parte de este trabajo fue publicado en el sitio Todo Tango, Buenos Aires, Argentina, 2012.


