jueves, 10 de mayo de 2012

LA INMIGRACIÓN ITALIANA Y EL TANGO

Por Nicolás Sosa Baccarelli



El “proyecto inmigratorio” impulsado a mediados del siglo XIX representó para algunos sectores, un fracaso y una indigna invasión de “tanos” y “gallegos” tan “bárbaros” como el “gaucho bárbaro”. Entre los millares de inmigrantes que llegaron a nuestro país, una porción considerable era italiana. ¿Qué influencia ejercieron los italianos en la gestación del tango? ¿Qué presencia tienen en sus letras y en su música?


Los “guarangos cuadrados”

Creo que fue Carlos Fuentes quien sentenció que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos… de los barcos.  La sentencia no es del todo cierta, una parte considerable de nosotros ya estaba acá antes que llegara don Pedro de Mendoza. Una parte de nosotros fue exterminada, junto con los querandíes, en aquellas maniobras de la historia y siguió siendo diezmada en siglos posteriores.
Otra parte nuestra llegó, es verdad, en las terceras clases de barcos abarrotados de sueños y esperanzas.  Muchos de ellos eran italianos.
El proyecto inmigratorio llevado a cabo en nuestro país bajo el lema “gobernar es poblar” se materializó en algo bien diferente a lo pensado. Teniendo en mente a los ingleses, franceses y alemanes, se desarrollaron considerables esfuerzos por atraer dichos contingentes migratorios hacia estos lares. Estas culturas inspiraban una enorme admiración entre los sectores ilustrados de Buenos Aires.  La idea era importar  hombres “civilizados” que  se animaran a probar suerte en estas extensiones de “pampa bárbara”, la poblaran, la modernizaran. Lo cierto es que más allá de algunos técnicos y profesionales de sangre sajona, lo que llegó al puerto de Buenos Aires era una masa de “tanos” y “gallegos” (entiéndase españoles)  analfabetos –en su mayoría-  que venían dispuestos a “hacer la América”, escapando de crisis económicas y de episodios bélicos que comprometían a los países de donde provenían. Ésos también eran nuestros abuelos.
Explicaba Alberdi hacia 1840 en El Mercurio de Santiago de Chile: “cada europeo que viene nos trae más civilización en sus hábitos… ¿queremos que los hábitos de orden y de industria  prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente estos hábitos”. Pero ¡cuidado! No cualquier europeo. Aclara Alberdi en las Páginas Explicativas de sus “Bases…”: “Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la Constitución que el gobierno debe fomentar la inmigración europea. Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África. Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta. Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin dejar por eso de arruinar un país de Sud América con sólo poblarlo de inmigrados europeos”.
A la luz de estas ideas, puede comprobarse que la inmigración que sobrevino, defraudó a los gobernantes e intelectuales que habían promovido esta suerte de “mejoramiento genético” que nunca fue. Incluso el  propio Sarmiento terminó juzgando al proyecto inmigratorio como un fiasco.


A muchos de esos viajeros les ganó la nostalgia y el recuerdo de la familia que había quedado allende los mares, y se volvieron. Otros tantos se quedaron. Si bien la preocupación de las clases gobernantes desde 1853 fue poblar las enormes extensiones que existían en nuestro territorio, un abultado número de inmigrantes se hacinó en las ciudades. En predecibles crisis habitacionales, grandes casonas deshabitadas se transformaron en hogar de familias enteras que alquilaban piezas y compartían el techo: el conventillo.
El censo de 1869 arrojaba una cifra interesante: el 52% de la población de Buenos Aires era inmigrante, la cifra aumentó al 60% en 1914.  En 1895, de los 366 mil trabajadores de Buenos Aires, 160 mil eran inmigrantes, en su mayoría italianos.
Hacia  1900 los inmigrantes seguían arribando en cantidades alarmantes. El hombre blanco vencía al “indio” y se sobreponía con la pólvora a un pasado americano que, muy lejos de reconocerse en él, abominaba. Gobernaba un régimen político protagonizado por hombres que hundían sus genealogías en remotos guerreros de la independencia, y aseguraban la continuidad de sus gobiernos con la fuerza invencible del fraude electoral. El caudillismo y el voto comprado, cantado y a punta de pistola eran los mecanismos naturales del acto eleccionario.
No sólo no habían llegado los sajones, sino que  habían desembarcado junto a los “europeos de segunda”, cual ratas de bodegón, raras ideas de igualdad y de justicia. Movimientos obreros, sociedades de ayuda mutua, anarquismo, socialismo, entre otros vicios de los descendientes del Dante.
La Revolución del Parque, en 1890, había alumbrado el surgimiento de una nueva voz en el escenario político nacional: la Unión Cívica que luego se transformaría en “Radical”. En 1894 se había fundado con Juan B. Justo el Partido Socialista. Estos nuevos frentes políticos  comenzaron a canalizar los reclamos, las inquietudes y las necesidades de vastos sectores que no estaban incluidos en el “mapa del progreso”.
Faltaban todavía algunos años para que estas voces disonantes se materializaran en acciones de gobierno y  lograran asomar la cabeza en el hermético círculo del poder liderado por el roquismo y sus sucesores.
La configuración de nuevos sectores populares donde los inmigrantes y sus hijos ocupaban una cifra mayoritaria, se encontró rápidamente con un duro rechazo de la dirigencia política. Expresaban un peligro inminente, una nueva realidad social que ponía en duda su fuerza y su poder. Representaban una avanzada que interpelaba a una elite gobernante endogámica que entraba en crisis.
El régimen gobernante reaccionó dando  batalla en frentes diversos. Desde el punto de vista jurídico se dieron una jugosa norma. En 1902 y durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, se sancionó la Ley de Residencia redactada por Miguel Cané. Esta ley permitía detener sin orden judicial, y deportar a los agitadores extranjeros “que perturbaran el orden público” (art. 2) dando el mal ejemplo a obreros y peones.
Luego vinieron los allanamientos a la Federación Obrera Regional Argentina, al Partido Socialista; la incautación de los periódicos La Vanguardia y La Protesta, la masacre  de la Patagonia trágica, entre otros tantos episodios vergonzosos. Se exterminaba al “indio” en la Patagonia y se corría al inmigrante “revoltoso” donde quiera que se encontrara.
La literatura de la época también empuñó el garrote de un nacionalismo súbito y desesperado.  La clase dirigente, dice Ernesto Sábato, intentó reaccionar resaltando tardíamente las virtudes de un gaucho que ya no existía y que se había visto obligado a emigrar a los límites de la ciudad. El gaucho se había convertido en orillero e integraba la misma clase de los inmigrantes a los que no cesaba de manifestar su desprecio, pero con quien compartía las mismas penurias y esperanzas.
En el podio de la barbarie encabezado por el “indio” y seguido por el gaucho (no el gaucho amanerado y dócil de “La Vuelta de Martín Fierro” sino el anterior)  se le hizo lugar al inmigrante pobre, quien además de ser bárbaro, ni siquiera había nacido aquí. Reciba el lector una breve nómina ilustrativa de lo que afirmamos:
Eugenio Cambaceres, por ejemplo, en su célebre novela “En la sangre” y haciéndose eco del auge de  la criminología positivista, llegó a sostener que la inferioridad del inmigrante tenía bases biológicas.
Miguel Cané, en su inolvidable obra “Juvenilia” presenta a vascos salvajes y a italianos ridículos.
Antonio Argerich en el prólogo a su libro “¿Inocentes o culpables?” señala: "me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina...”
José Ramos Mejía, en “Las multitudes argentinas” allá por 1899, señalaba que el cerebro de los inmigrantes es “lento como el del buey a cuyo lado ha vivido; miope en la agudeza psíquica, de torpe y obtuso oído...” y se indignaba en castiza elocuencia: “Por eso cuando le veáis médico, abogado, ingeniero o periodista, le sentiréis a la legua  ese olorcito picante a establo y asilo del guarango cuadrado de los pies a la cabeza.”
El “guarango cuadrado”  no sólo ingresó a las universidades sino que desparramó su “olorcito picante a establo” por las putrefactas cátedras universitarias y logró, junto a otros “guarangos” autóctonos, la Reforma de 1918  con la cual se garantizaba el acceso de nuevas clases al estudio de las profesiones liberales. “M´hijo el dotor” ya no era una aspiración de deseos imposibles, sino una realidad.


El acordeón maullante

En las tensiones de estos diversos sectores sociales, se forjaba la identidad nacional.  Con gauchos acorralados, con “indios” masacrados  y “tanos” agitadores. En este contexto y de la mezcolanza pintoresca pero indigna  del conventillo, asomaba un universo verdaderamente genuino: el tango.
Mucho se ha dicho ya sobre las raíces españolas y “negras” del tango. En cambio el influjo de la inmigración italiana no ha sido del todo atendido por los estudiosos del tema. ¿Ejercieron estos italianos una influencia considerable en la gestación de nuestro género nacional?
La revista “Caras y Caretas” del 7 de febrero de 1903 en un artículo titulado “El tango criollo” mencionaba al “italiano acriollado como un famoso cultivador del tango”. La crónica de la época ya había notado que ese “tano” sensiblero de la penúltima pieza del conventillo de la esquina, hamacaba al compás de un tango el recuerdo de una calle, de una madre o de un amor que había quedado, para siempre, detrás del océano.
El propio Leopoldo Lugones que había visto en el tango “un reptil de lupanar”, en 1913 señalaba: “el suburbio agringado de nuestras ciudades cosmopolitas engendra y esparce por esas tierras a título de danza nacional (el tango) cuando no es sino deshonesta mulata engendrada por las contorsiones del negro y por el acordeón maullante de las trattorías”. Ni el acordeón maullante de los italianos, ni Lugones, gozaron de los favores consagratorios del tango. En el lugar del acordeón italiano se aquerenció un pariente alemán (el bandoneón); y en el sitial del poeta cordobés, centro y figura del canon literario y moral de la Buenos Aires de aquellos años, surgieron hombres de una pronunciación francesa más defectuosa, de un latín menos riguroso, pero de almas gigantes y  de una poética canyengue y refinada.
Ricardo Ostuni, prestigioso investigador del género, en su obra “Tango, voz cortada de organito” se encarga de escudriñar el tema. Allí trae a colación dos opiniones rioplatenses. Una, del ensayista uruguayo Daniel Vidart para quien el injerto de los organitos y de los acordeones venidos de Italia hicieron llorón al tango y abrieron el camino a la elegías con cornudos y minas espiantadas.
La otra opinión proviene de este lado del río: es de Borges. Él se lamentaba, como recordará el lector, de que el tango perdiera su coraje original en manos de un llanto decadente y hasta inverosímil para un guapo de las orillas de fines de siglo. Borges distinguía, anota Ostuni, un tango criollo y otro “maleado por los gringos”.
A continuación, el autor a quien seguimos advierte que “lo singular de estos juicios es que olvidan que los tangos primitivos, los que exhibían esa felicidad de pelear porque sí nomas y la valentía chocarrera del arrabal –los “tangos pendencieros” según el cuño feliz de Borges- fueron también compuestos en su gran mayoría por los primeros inmigrantes italianos o por sus descendientes”.
En rigor de verdad la objeción de Ostuni no alcanza a Borges quien, en su “Evaristo Carriego” destaca irónicamente que los “criollos viejos” que engendraron el tango “se llamaban Bevilacqua, Greco o de Bassi”. Apellidos claramente italianos que efectivamente corresponden a los de compositores del tango de antigua data.
Los “tanos” se quedaron en el tango. Algunos de ellos conservaron sus apellidos, otros los acriollaron, incluso también hubo quienes los afrancesaron, pero siempre siguieron firmes tocando, escribiendo  y bailando durante el transcurso del siglo.

Más nombres ilustres

Habiendo enunciado ya, algunos apellidos italianos que protagonizaron la época de génesis y formación del tango, podemos recordar algunos otros nombres, ya posteriores, que honran el mismo origen.
Amleto Vergiatti, nació en Parma. Supo llamarse Enrique Alvarado, pero fue conocido con un nombre ya querido por todos: Julián Centeya, el hombre gris de Buenos Aires. Llegó con su familia desde Italia. Su padre, periodista anarquista, fue perseguido por sus ideas políticas y decidió viajar a América. Más tarde recordaría el poeta, en su poema “Mi viejo”:

“Vino en Conte Rosso
fue un espiro
tres hijos, la mujer, a más un perro
como un tungo tenaz cinchó de tiro
todo se lo aguantó: hasta el destierro”

Luis César Amadori, el prolífico letrista y hombre de cine (e incansablemente envidiado por haber llevado al altar  a la bella Zully Moreno) nació en  Pescara.

Mario Battistella, comparte el mismo origen. El autor de “Cuartito azul” -entre otros cientos de tangos- había nacido en Verona. De estos pagos era oriundo también uno de los mejores vocalistas de la historia del tango: Alberto Marino, cuyo nombre verdadero era Vicente Marinaro. Como bien destaca Ricardo García Blaya, Marino no sólo trajo su sangre italiana, sino que también trajo con él la influencia de la escuela italiana de canto.

Sabemos que Ignacio Corsini se crió entre Almagro y la Provincia de Buenos Aires, pero lo cierto es que este cantor criollo había nacido en Sicilia, pese a que portaba un apellido oriundo de Italia del norte.

Para no agotar al lector apenas recordaremos que fueron descendientes directos  de italianos, los hermanos De Caro, Armando y Enrique Santos Discépolo, Vicente Greco, Ernesto Ponzio, Pascual Contursi, Roberto Firpo, Juan Maglio “Pacho”, Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Carlos Di Sarli, Juan D´Arienzo, Astor Piazzolla, Pedro Maffia, sólo por nombrar caprichosamente algunos.

Más allá de la cercanía con un nacimiento familiar en la península itálica, la sangre italiana inunda la historia del tango. La sola mención de los apellidos corrobora el jucio: Francini, Pugliese, Manzione Prestera (apellido de Homero Manzi), Biaggi, Ruggiero, De Ángelis, D´Arienzo, D´Agostino, y un largo etcétera.

Las letras

Numerosas son las letras de tango inspiradas en el inmigrante italiano y su mundo. Revisemos algunas:

“Con el codo en la mesa mugrienta
y la vista clavada en el suelo,
piensa el tano Domingo Polenta
en el drama de su inmigración.
Y en la sucia cantina que canta
la nostalgia del viejo paese
desafina su ronca garganta
ya curtida de vino carlón.”

Los versos son de Nicolás Olivari y pertenecen al tango “La violeta” escrito en 1930. En él, se  narra el drama que llegaba “encerrado en la panza de un buque”. Sigue cantando el poeta:

“Canzoneta de pago lejano
que idealiza la sucia taberna
y que brilla en los ojos del tano
con la perla de algún lagrimón...
La aprendió cuando vino con otros
encerrado en la panza de un buque,
y es con ella, metiendo batuque,
que consuela su desilusión.”

También se ocupó el tango del tema del ascenso social del inmigrante  y el sueño del hijo profesional. En 1930 se conoció esta obra que luego grabó Gardel. La pieza, de Guillermo Del Ciancio, se llama “Giuseppe el zapatero” y describe el asunto, en versos que poco honran la letrística tanguera, pero significan un testimonio de la época:

“E tique, taque, tuque,
se pasa todo el día
Giuseppe el zapatero,
alegre remendón;
masticando el toscano
y haciendo economía,
pues quiere que su hijo
estudie de doctor.”

El lugar que encontró el “tano”  para meditar sobre su pena fue el “cafetín”, ese reducto sórdido y gris al que aluden numerosas obras.
Cátulo Castillo por ejemplo, en su tango “La Cantina”, puso de música una tarantela que alegró un barco, pero hizo a su tango, profundamente triste:

“Se ha dormido entre jarcias la luna,
llora un tango su verso tristón,
y entre un poco de viento y espuma
llega el eco fatal de tu voz.
Tarantela del barco italiano
la cantina se ha puesto feliz,
pero siento que llora lejano
tu recuerdo vestido de gris.”

Su papá, José González Castillo,  había recordado en “Aquella cantina de la ribera” en 1926, la desdicha del amor perdido detrás del océano:

“Pero hay en las noches de aquella cantina
como un pincelazo de azul en el gris,
la alegre figura de una ragazzina
más breve y ardiente que el ron y que el gin."

En los versos del gran Homero Expósito retorna en 1947 la imagen poética del barco, el lirismo de la pena asfixiante del pasado y la distancia. Recuerdos del hombre que ahoga sus penas en el vaho del alcohol de un… “Cafetín” (1947)

"Bajo el gris
de la luna madura
se pierde la oscura
figura de un barco.
Y al matiz
de un farol escarlata
las aguas del Plata
parecen un charco.
¡Qué amargura
la de estar de este lado
sabiendo que enfrente
nos llama el pasado!...
Cafetín,
en tu vaso de vino
disuelvo el destino
que olvido por ti..."

En síntesis, los inmigrantes italianos y sus descendientes asumieron desde los inicios del tango una presencia notoria. Sus problemas, la exclusión de la que fueron víctimas, sus angustias, sus fracasos, decantaron en poesía y en música.
En palabras de Sábato, discriminar hasta qué punto los criollos se italianizaron o los italianos se acriollaron, no es fácil,  y resulta una tarea bizantina.
Cantaron la angustia de la patria lejana, de la infancia perdida.  Cantaron el desgarramiento del amor distante, de eso que se fue para siempre.
El tango, como tantas otras manifestaciones culturales, sociales y políticas de nuestro país, le debe mucho a nuestros ancestros “tanos”.
                                                            ***

NOTA: Parte de este trabajo fue publicado en el sitio Todo Tango, Buenos Aires, Argentina, 2012.