Pasó de Ucrania a México, su patria actual. Ama a Bach, y no escatima elogios a la música popular. Un almuerzo con esta ucraniana “mexicanizada” para quien el violín es una delgada línea entre la cordura y el extravío.
Por
Nicolás Sosa Baccarelli
México
Jueves,
mediodía. Comemos. Irina pide una ensalada que desmenuza con cuidado. El
tenedor y el cuchillo son dos arcos en sus manos. A la hora de la cena, será
igual: sólo verdura. De pronto toma un jalapeño, lo observa, lo mastica con
gusto, lo saborea. Es una ucraniana muy particular, una eslava que come picante;
habla con entusiasmo, mueve las manos y estalla en una carcajada en mitad de la
charla, con la soltura y la calidez de una latina. Una ucraniana que se asombra
y pregunta “A poco?!”, y para quien el presente más inmediato, más palpable, no
es otro que un diminutivo: “Ahorita”. Será porque su esposo es mexicano
(también músico: tenor) y a sus hijos los recibió el mismo suelo. Así viven los
cuatro, en Toluca, en cuya Orquesta Sinfónica toca Irina.
En
medio de la comida suena el teléfono. Tema de la conversación: la “Marcha
Turca” de Mozart, sus ventajas, la pertinencia de interpretarla en tal o cual
concierto; las Danzas Húngaras de Brahms, platica con alguien, comparte
opiniones. Corta. Vuelve a sonar. Tema: la comida, la ropa, y las tareas de
David, y dónde está Natalia, sus hijos.
Sus comienzos
Sobre
sus inicios en la música, Irina trae a la conversación algunos recuerdos.
“Comencé en la Escuela de música
P.S. Stolyarsky. Tenía seis años cuando quise tocar el piano
pero me enfermé. Cuando volví, me dijeron que el piano ya estaba ocupado y me
ofrecieron a cambio, un violín” cuenta entre risas. También recuerda a queridos maestros judíos,
ucranianos y a la ciudad de Odessa, un territorio recostado sobre el Mar Negro.
De allá es Irina, la violinista ucraniana que come picante.
“A
los dieciocho años entré al Conservatorio A.W. Nejdanowa”. Todo indicaba que
Ucrania, su patria iba a ser su casa,
hasta que algo grande sucedió: la Unión Soviética, ese nombre con el que se
bautizó a buena porción del mundo, se desmoronó, e Irina y su familia estaban
allí dentro. Con desempleo, incertidumbre, penurias, nacía una cantidad de países
pequeños que habían estado allí desde siempre, pero bajo un nombre que era una
sigla: URSS.
Irina
marchó a estudiar violín a Freiburg, Alemania, donde conoció a un maestro, para
ella inolvidable: Nicolás Chumachenco.
Luego continuó en Portugal, allí conoció al maestro Enrique Batiz,
director de la Orquesta Sinfónica del Estado de México, quien la invitó a
mudarse nuevamente, esta vez mucho más lejos. Eso fue hace ya trece años, pero
parecen muchos más a juzgar por su dominio del español y su conocimiento y
gusto por la cultura popular de este país.
Bach y la música popular
Aquí
en México, suele visitar Pachuca como solista invitada de la Orquesta Sinfónica
de la UAEH. Ha participado en numerosos
festivales tales como el Cervantino en Guanajuato, Cervantino
Barroco, en San Cristóbal
de las Casas,
Chiapas; en varias
ediciones del Festival Quimera de
Metepec y del
Festival De las
Almas en Valle
de Bravo, el Rosario Castellanos, Chiapas…
Muchos
años lleva fuera de su tierra y no deja de asombrase de algo, por demás
curioso: haber nacido en un país inexistente. “Cuando yo nací, mi país no
existía. Después, cuando yo ya no estaba, empezó a existir”. Tamaña osadía la
de Irina, eso de nacer en un país y luego extrañar otro… que es el mismo.
Cuando
se le pregunta por sus favoritos, Irina no duda. Su respuesta no se hace
esperar: “Bach -dice- Bach antes que
nada…Es inicio de todo. Es polifonía, es
arquitectura. No sé cómo explicarlo” señala, piensa y da con la palabra justa,
la pronuncia fuerte, como un descubrimiento
“Espiritual. Eso es Bach”.
Su
pasión por la música clásica, no le impide hablar y explayarse con encanto
acerca de la música popular mexicana, y habla de “la profundidad de su
sentimiento” con una mano en el aire y
otra en el pecho. “No toda la gente quiere y puede escuchar música clásica. La
música popular abre el corazón y de eso se trata la música”.
La
interrogo sobre las satisfacciones más grandes que le ha dado la música.
Piensa, tarda, casi que le da pudor la obviedad… “La respuesta parecía difícil,
pero es fácil: la posibilidad de tocar el violín. Ésa ha sido la satisfacción
más grande”.
Durante
la tarde, en su habitación, ensaya. Desliza el arco por ese bichito de madera y
le arranca sonidos dulces, dramáticos. La segunda cuerda retumba e inunda la
sala y todos los pasillos del hotel. El violín: esa cosa que tanto sufrió desde
niña, hasta que empezó a gozar, según confiesa, cuando nacieron sus hijos. A
partir de allí su relación con el instrumento cambió. “Es un vicio. El violín
te pone la cabeza en su lugar o te pone loca, algo, pero ya no lo puedes dejar”
cuenta esta ucraniana amexicanada y abandona el tenedor, para rescatar con
impaciencia, el arco de su maravilloso
extravío.

