martes, 25 de noviembre de 2014

GUAPO Y VARÓN

A 50 años del fallecimiento de Julio Sosa


Por Nicolás Sosa Baccarelli

   
                                                                 

De la pobreza a las tablas

“Julio María Sosa”, contestó don Luciano cuando le preguntaron cómo quería llamar a su hijo. No sabía que en pocos años el nombre se reduciría e incorporaría un apodo: Julio Sosa, “El varón del tango”. Tampoco Ana María Venturini podía saber que su hijo, ese muchachito nacido en un hogar humilde en un pueblo uruguayo, caminaba hacia la gloria y el reconocimiento de multitudes que lo seguirían para siempre.
Nació en Las piedras (Uruguay) a veinte kilómetros de Montevideo, el dos de febrero de 1926. Sus padres fueron un peón rural y una lavandera. Su infancia transcurrió entre la pobreza y el trabajo. "Mi viejo era analfabeto y mi vieja, sirvienta. Siempre tuvimos un pasar humilde. Nos faltó de todo. Cuando debuté en Buenos Aires, me tuvieron que prestar un traje" recordó más tarde el cantor. Así fue como debió desempeñarse en diversos oficios para “ganar el mango”. Fue vendedor ambulante, podador municipal de árboles, lavador de vagones, repartidor de farmacia, integró la Marina… Todas ocupaciones provisorias. Acaso porque, como recordaban sus amigos, siempre supo que su destino era otro.
Debutó en Montevideo, como aficionado, en 1942 y grabó recién en 1948 con la orquesta de Luis Caruso. No fue nunca, en Uruguay, una figura de la canción, ni mucho menos. Era apenas un buen cantor. Con veintitrés años llega a Buenos Aires. Sólo tenía una dirección de un amigo que había conocido en su tierra natal.  Se empleó en el café Los Andes donde comenzó a cantar acompañado por un conjunto de guitarras estables del local. Luego probó suerte en otro café. Un mes de búsqueda, sólo un mes. La gloria lo esperaba.
Incentivado por el letrista Raúl Hormaza, se presentó para ser probado nada menos que en la orquesta de los maestros Enrique Mario Francini y Armando Pontier. Famosa es la anécdota de ese primer encuentro: "¿Qué quiere cantar?" le preguntó Pontier, "Tengo miedo" respondió el cantor, "¿El tango Tengo miedo? ¿O tiene miedo de cantar?" bromeó el bandoneonista. Y así cantó y quedó conformando la prestigiosa orquesta, que por entonces tenía como vocalista al gran cantor sanjuanino Alberto Podestá. La irrupción de Sosa en Francini-Pontier fue significativa para Podestá quien décadas después confesaba al autor de estas líneas su asombro por ese desconocido uruguayo que cantaba moviendo las manos y gesticulando las letras con gran convicción. “Fuimos grandes amigos con Julio” cuenta con nostalgia, Podestá.
Comenzó entonces a definir su estilo inigualable que le permitió abordar el drama (por ejemplo En esta tarde gris, Rencor, Dios te salve m´hijo, entre otros) la protesta (Cambalache, Camouflage, Al mundo le falta un tornillo, etc) y las letras cómicas y picarescas, con la misma solvencia.
Hacia 1953 se incorpora a la orquesta de Francisco Rotundo. Su carrera iba bien pero su garganta comenzaba a acusar recibo de tanto ajetreo. La noche, el cigarrillo, las constantes presentaciones, agravaron su afección en las cuerdas vocales y debió ser operado. La intervención la hizo el doctor Elkin, un especialista que ya había operado a numerosos cantantes. Su voz no sufrió ningún perjuicio, al contrario, mejoró considerablemente, adquirió un grave contundente y limpio. Esto, sumado a sus virtudes escénicas, a su capacidad para enfatizar correctamente las letras, y a su natural talento, dio como resultado un cantor arquetípico de tangos.
Su bautismo artístico fue sencillamente insustituible: “El varón del tango”. La razón era evidente. Finalizada la década del cuarenta, el tango contaba con un público que en líneas generales se inclinaba hacia las voces dramáticas, bien educadas y agudas que caracterizaron la moda de la época. Recuerdo al lector los nombres de Francisco Fiorentino, Alberto Marino, Ángel Vargas y Floreal Ruiz por nombrar sólo algunos de los más conocidos. Sólo con el precedente novedoso de Edmundo Rivero, cantor absolutamente distinto y merecedor de un capítulo aparte, Sosa irrumpe con una voz grave y varonil que contrastaba con la tradicional tendencia y lo hizo con excelentes resultados y plena aceptación.



Furor y resistencia

Tras un nuevo encuentro con Armando Pontier, ya desvinculado de Francini, Sosa inicia su etapa de solista con la orquesta del maestro Leopoldo Federico en 1960, grabando en estas condiciones su primer larga duración en mayo de 1961 para el sello discográfico CBS. El disco se grabó con el sistema “play-back” o sea, grabando primero la orquesta y luego la voz. Pero todas las grabaciones siguientes se hicieron con orquesta y voz, en forma conjunta, como lo prefería Julio… cantando “en caliente”.
Pocos han sido los casos de un ensamble casi perfecto entre un cantor y una orquesta… éste fue uno de ellos.  Recordaría más tarde Federico: "No comprendí en toda la dimensión quién era Julio Sosa hasta que actuamos por primera vez juntos. En un momento tuve que dejar de tocar con el bandoneón temblándome en las rodillas. No podía creer lo que veía. Sosa se transformaba en el escenario...".
Uno de los pasajes memorables de estos años de trabajo junto a Leopoldo Federico, es sin duda la inolvidable versión de La Cumparsita, recitando Sosa los versos de Celedonio Flores “Porqué canto así”. La orquesta solía hacer una versión instrumental del tango, hasta que un día Julio le propuso a Federico recitar.  "Pido permiso señores, este tango habla por mí..." comenzó, y sin saberlo, dejaba una huella eterna en la sensibilidad de los argentinos, capaz de conmovernos hasta el estremecimiento. 
Su repertorio incluyó piezas de los años cuarenta, treinta y hasta de la década del veinte. Sorprende a los investigadores del género la valentía de Sosa al incluir en su nómina, tangos grabados por Gardel que habían permanecido en silenciosa condolencia, luego de su muerte. El éxito fue estrepitoso.
Sosa, recordó Leopoldo Federico para un diario uruguayo, tenía una memoria asombrosa. Podía retener -sin perder ningún detalle- más de cien tangos. Y a la hora de grabarlos, quedaban listos en las primeras tomas, sin necesidad de ensayarlos demasiado.
Corrían años  difíciles para el tango. Habían surgido – o habían armado- nuevas tendencias en la cultura popular.  El Club del Clan y la Nueva Ola, con sus propuestas pobres y felizmente efímeras, conquistaban a nuevas generaciones que no habían alcanzado a vivir los años dorados del tango.  Sosa representó el símbolo de una franca resistencia que ofrecía el género rioplatense a estas modas del momento. Lo cierto es que la realidad del país estaba más cerca de Cambalache que de los versos de La felicidad de Palito Ortega. Muchos de esos jóvenes, hoy adultos, encontraron en Julio Sosa un referente sólido sobre el cual giraron hacia los afianzados cimientos de la tradición tanguera. Reencarnaban en el uruguayo, los viejos valores del hombre de tango, de calle, de noche. Ése que vive, sufre y se retuerce ante las miserias del mundo, sin chistar. Ese varón que enfrenta el dolor más desesperante con un vaso de whisky y una sonrisa discepoliana; con  “un  pucho entre los labios y en un tango entreverao”.  Detrás del cantor de tangos, se traslucía una postura férrea y genuina frente a la vida.
Fue seguido por multitudes cautivadas por su gracia, por su empaque. Se ha observado en los movimientos de sus manos, en su seguridad y firmeza, en sus guiñadas que envolvían al espectador en una complicidad íntima y viril, alguna semejanza con los gestos carismáticos del entonces exiliado – y aclamado por muchos- Juan Domingo Perón.



Su simpleza, su humor y su poesía

Noble persona, excelente amigo. Pero también temperamental, de carácter vigoroso y hasta un poco pendenciero, lo recuerdan  algunos colegas. “O te caía simpático, o te caía para el desastre” dice José Colángelo al ser consultado sobre la peculiar forma de ser de Julio.  Con un gran sentido del humor, cargaba siempre una pequeña libretita  en la que anotaba y leía, durante horas, chistes a sus amigos.
Nos cuenta Alberto Podestá la enorme tentación que representaban para Julio, las mujeres hermosas. Una sonrisa, una guiñada de una mesa a la otra, un diálogo que comenzaba, ya era un romance seguro. Las mujeres sucumbían ante su increíble poder de seducción. Su vida amorosa fue precoz y agitada. A los dieciséis años contrajo matrimonio con Aída Acosta. Dos años duraría este enlace. En 1958, se casó -por segunda vez- con Nora Edith Ulfed  con quien tuvo una hija, Ana María… el nombre de su madre. Ya separado, se unió con Susana "Beba" Merighi, su compañera hasta el final.
Amante de los animales, especialmente los perros, no podía soportar que alguien los maltratara. Contaba Leopoldo Federico (la anécdota figura en la portada de un disco) que una vez, manejando Sosa su automóvil, vio a la distancia cómo un sujeto golpeaba a una perrita que estaba paseando. Julio se bajó del auto, y de un empujón arrebató el animal de brazos de su agresivo amo. La subió a su coche y se la llevó a su casa, dispuesto a cuidarla. Momentos más tarde, cuando su impulso justiciero se había aplacado, lo llamaba a Federico para ver dónde podían ubicar al desdichado animalito que causaba problemas en su casa donde ya había demasiados perros.
Un aspecto poco conocido de su vida fue su afición por la poesía. Su libro “Dos horas antes del alba”, es un testimonio de sus inquietudes literarias.  Obra modesta, "más bien olvidable" en opinión de José Gobello, se encuentra impregnada por el amor y el desengaño; por la entrega y dolor. 


Sus poemas – algunos grabados, en recitados del propio autor- están cargados de desamores y fracasos. Con un lenguaje descriptivo hasta la saturación, su poesía lograba lo que su autor se propuso: ser sincera, según consta en su prólogo. Eran ésos los padecimientos de Julio. Su risa y su estampa de varón rudo, ocultaban un corazón triste visitado por la angustia, tal vez por fantasmas del pasado. La referencia de Héctor Angel Benedetti al tango En esta tarde gris (de Contursi y Mores), ilustra la sensibilidad del varón del tango. "Sosa se resistía a cantarlo en público (al tango) descartó varios intentos en los que la amargura lo dominaba y le impedía continuar (...) hay (en la grabación) incluso un quiebre en la voz ausente en los ensayos y no se supo nunca qué recovecos de su alma vendría a revisar la letra de ese tango". “Aunque no haya salido bien, no lo puedo repetir” escucharon decir al cantor.



Un adiós multitudinario

Sosa tuvo, además del tango y las mujeres, otra pasión: los automóviles. Cuenta Roberto Selles que Julio fue propietario de un Isetta, un De Carlo 700 y un DKW modelo Fissore; con los tres terminó por chocar, debido a su gusto desmedido por la velocidad.
Murió en lo mejor de su carrera. Sus intervenciones en el mundo de la televisión en programas como Copetín de tango, Casino y Luces de Buenos Aires; sus brillantes y profusas grabaciones con la orquesta de Leopoldo Federico y hasta algunas propuestas de compañías cinematográficas del país y del exterior, corroboran esta idea.
El 25 de noviembre de 1964 a las tres y veinte de la madrugada, con apenas treinta y ocho años, se llevó por delante una señalización en Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla. Así iniciaba la agonía de treinta horas que desembocó en su muerte. El 24 había cantado en radio  Splendid su último tango, "La gayola". El final era premonitorio: "pa´ que no me falten flores cuando esté dentro el cajón". Flores no faltaron. Fue internado en el Hospital Fernández, luego fue trasladado al sanatorio Anchorena donde falleció a las nueve y media de la mañana. Comenzaron a velarlo en el salón La Argentina pero el tumulto de seguidores obligó a trasladar el velatorio al Luna Park. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando” pensaron entre llantos más de cien mil personas que peregrinaron bajo la lluvia hasta el cementerio de la Chacarita. “Fue algo impresionante” recuerda Ángel Bloise, periodista de tango y miembro de la Academia Nacional del Tango, quien presenció el desfile. Algunos periódicos hicieron referencia a desmanes ocasionados por la presencia de manifestantes peronistas que llevaban una corona con el nombre de su líder político proscripto. Su sepelio fue rápidamente comparado con los de Carlos Gardel y Eva Perón. Así, repentinamente, el varón del tango nos había dejado para siempre.


NOTA: Parte de este artículo fue publicado en diario Los Andes,  Mendoza, Argentina, el 29 de enero de 2012.

jueves, 13 de noviembre de 2014

LA VIDA ES UNA HERIDA ABSURDA

Algo sobre la vida y la obra de Cátulo Castillo

Por Nicolás Sosa Baccarelli


El bautismo

El 6 de agosto de 1906, Buenos Aires despertaba de la siesta con el mismo frío de la mañana y una lluvia torrencial. Un hombre busca a Don Pepe por Tribunales para darle la noticia: ha nacido su hijo.
Don Pepe corrió hasta la casa, quitó al niño de brazos de su madre, le sacó el pañal, y suspendiendo en el aire al recién nacido, exclamó: “¡Hijo mío, que las aguas del cielo te bendigan!”. El bautismo del hijo de José González Castillo no podía ser de otra manera.
“¿Cómo se va a llamar?” —preguntó dos días después el empleado del Registro Civil—. “Descanso Dominical González Castillo” —dijo el padre—. Por supuesto, el empleado se opuso, don Pepe se enfureció,  y casi terminan a los golpes si no hubiesen intervenido quienes lo acompañaban. Alguien lo convenció  y le quedó por nombre “Ovidio Cátulo”. La antigua aspiración libertaria del domingo de descanso merecía, a criterio de González Castillo, quedar impreso en su nuevo vástago.

Su padre, José González Castillo
Las musas
La figura de José González Castillo inspiraba un respeto fundado en su carácter,  en su formación literaria y anarquista, en su obra como dramaturgo. Con la sanción de la Ley de Residencia, sancionada en tiempos de Roca, y los operativos del gobierno para festejar el Centenario en paz, un hombre como don Pepe, corría riesgo de prisión.
En 1910 la familia tuvo que exiliarse en Valparaíso, ciudad donde vivió casi ocho años. Ya de regreso en Buenos Aires, y luego de varias mudanzas, los González Castillo se establecieron en Boedo 1060, en años en los que todavía esta calle no era un barrio. Allí el joven Cátulo comenzó a tomar las primeras lecciones de violín y de piano, dictadas por Juan Cianciarulo, un viejo músico italiano.
Pronto comenzó a componer y a escribir sus primeros versos, inspirados en los clásicos, a quienes su padre lo acercó. Contaría Cátulo, años más tarde: “Un día llego a casa y me lo encuentro a Rubén Darío, mi padre lo invitó a comer (En uno de sus viajes a Buenos Aires). Lo vi como una especie de gigante, con su larga melena algo rizada y siempre despeinada. Tenía facciones de chinote y fumaba interminables puros cuya ceniza le caía en las solapas. Era corresponsal del diario La Nación, en Europa. Mi padre compró champagne ese día y él lo batía con un cigarro que luego encendió, entonces tomaba un trago y daba una chupada al cigarro. Tenía voz grave y al hablar incluía palabras francesas (…) Junto con Carriego fueron las influencias de mi niñez.”


El despegue
En 1924 Buenos Aires conoció el tango “Organito de la tarde” con música de Cátulo y letra de su padre.  Por entonces contaba con diecisiete años y ya había pergeñado los acordes de “Silbando”. Luego vinieron otros tangos de la misma dupla, y varios trabajos con otros destacados poetas. Hasta aquí Cátulo parecía perfilarse como músico.
Un día llamó a su puerta  un joven santiagueño que vivía en su barrio ofreciéndole una letra titulada “El ciego del violín”. Cátulo aceptó la propuesta de componer la música, junto a otro jovencito, hijo del zapatero de la misma barriada: Sebastián Piana. El tango, dedicado a Evaristo Carriego, se terminó llamando “Viejo ciego” y el nuevo amigo, al acortar su apellido, Homero Manzi. También conoció por estos días a Celedonio Flores, Carlos de la Púa y Nicolás Olivari (con quien luego escribiría el famoso tango “La Violeta”).

Padre e hijo en París
En 1925 Gardel grabó “Caminito del taller”, un tango de temática también carreguiana, donde Cátulo evidencia sus preocupaciones por las miserias sociales de su tiempo, las cuales lo conducirán, años más tarde, a militar en las filas del peronismo. “¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste/ envuelta en una racha de tos seca y tenaz”.
Dos años después, recibe la invitación a presentarse en España, junto al canto Roberto Maida. Armó, de apuro, una orquesta, viajaron, actuaron en escenarios europeos y llevaron al disco algunos tangos, para el sello Odeón. La gira finalizó en 1930, año en el que regresó a Buenos Aires.
 A su destacada pero poco reconocida faceta de músico (llegó a dirigir, contra la opinión de muchos de sus colegas provenientes de la música académica, el Conservatorio Municipal Manuel de Falla) se suma otra aún menos difundida: la del boxeador. Cátulo alcanzó el título de campeón argentino de peso pluma, llegando a las puertas de los juegos olímpicos.

Los años de oro
En los albores de la década dorada de los 40’, Cátulo escribe, con música de Sebastián Piana, dos piezas clave en la construcción e interpretación de su obra: “Tinta roja” y “Caserón de tejas”.
En la primera, la pregunta retórica que indaga sobre las cosas perdidas, reafirma  su poética de esa nostalgia genuina y profunda que lo caracterizó: “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”, interroga, sin dejar jamás una sola línea de melancolía lacrimosa o de vuelo bajo.
“María”, escrito en 1945, fue el tango que lo unió inescindiblemente a Aníbal Troilo, esa figura profética de los cuarenta (y de todos los tiempos siguientes), “el lama de Buenos Aires” como lo nombró Cátulo.
Los años 50 comienzan con dos irreparables ausencias, son dos los que apresuradamente han partido: Manzi y Discépolo. Algunos poetas han reducido su producción, por lo que, en opinión de muchos, Cátulo Castillo se transforma en el letrista más importante de esta época. Son los años de “Una canción” y “La cantina”, con Troilo;  “Anoche” con Pontier, “Domani” (con música de Carlos Viván).
Todo el mundo sabe que el tango experimenta una etapa crítica, la década de los 60’ fue muy difícil;  en ese contexto los argentinos conocimos dos obras maestras de Cátulo, de enorme valor e indeclinable fama: “El último café” (con música de Héctor Stamponi, y con la que continúa su itinerario de “ultimidades”) y una bella rareza: “Desencuentro” (con música de Troilo) donde abraza como jamás había hecho, la temática de la queja, del desconcierto ante la crueldad del mundo -feroz, traicionero- que acaso lo acerca a las mejores líneas de su amigo, Discepolín.
Cátulo y Pichuco


De olvido y siempre gris
La lista de sus obras es, verdaderamente, amplísima. Mencionaremos, además de las ya referidas, “Café de los angelitos”, “A Homero” (dedicado a Manzi), “Patio de la morocha”, “La calesita”, “Arrabalera”, “El último farol”, y  otras valiosas piezas un poco relegadas por la misteriosa memoria popular: como los casos de “Cimarrona”, “Amor en remolino”, “Se muere de amor”, entre muchas más.
 Cátulo enseñó que la patria puede ser una esquina, un patio; y la elegancia, un medallón de yuyo en el ojal. Cátulo supo explicar en un manojo de versos, que en un solo tren que parte está todo el adiós, el jamás y el olvido.  Y luego de eso sonreír para contar que “es todo, todo, tan fugaz, que es una curda nada más” su confesión.
La presencia de su padre tiene sobre el poeta que recordamos, una gravitación innegable. Cronológicamente se puede ver en la obra de Cátulo Castillo una continuidad de la temática fundada por Manzi, en “Viejo ciego”, que tiene al barrio como universo cálido y fugitivo, donde habita a sus anchas la poesía (en ambos la figura de Carriego fue determinante). Pero, por ese camino, Cátulo llega a una hondura existencial sin par, que comienza indagando sobre el paradero de los viejos patios, de los aljibes y las rejas, para desembocar, con “La última curda”, en una sentencia digna de Camus o de los novelistas rusos: “la vida es una herida absurda”.
La influencia lorquiana en su obra no pasa desapercibida, y nos deja una valiosa página en “Camino del Tucumán” (1946)  donde relata: “Trotando viene la noche/ por negras huellas de sueño./ La luna, corre que corre,/ fatiga los bueyes/ cansados y lerdos...”
A veces aparece el Cátulo admirador de los logros del modernismo, y el de la alta poesía francesa; otras, exhibe arrestos de un surrealismo que no llegó a desarrollar (“Cerrame el ventanal/ que quema el sol/ su lento caracol de sueño…” dice en “La última curda”).
Por momentos presenta un manejo del lenguaje compartido con el gran Homero Expósito. Como en este último, sus letras abundan en rimas internas y juguetonas que, arrastran una potencia musical enorme: “Caracola del mar. Caracola,/ gaviota caída/ rodando en la ola... (…) Con un rumbo de estrella dormida/llegaste a mi vida/tan pálida y sola” dice en el vals “Caracola”.


También fue periodista de medios gráficos, presidente de SADAIC y de la Comisión de Cultura de la Nación. Escribió para el teatro, “El patio de la morocha”, y "Cielo de Barrilete", y publicó los libros "Danzas Argentinas", "Buenos Aires Tiempo Gardel" y la novela “Amalio Reyes, un hombre” que llevó al cine Hugo del Carril.
Pocos de los grandes compositores se quedaron sin sus versos; escribió con Troilo, Pugliese, Vardaro, Delfino, Maffia, Piana, Stamponi, Maderna, Pontier, entre otros.
En los años 70, en medio de un clima de zozobra y exclusión política, con SADAIC intervenido, y con una sufrida economía, se recluyó en una casita en la Provincia de Buenos Aires, junto a su mujer y el cariño de decenas de perros y gatos.
Como él mismo diría sobre Homero Manzi, el 19 de octubre de 1975, “prendido en un final, falló la vida”, y partió Cátulo, el vate de Boedo, el boxeador- poeta, a asestar sus versos como derechazos de amor, a otros confines.