Algo sobre la vida y la obra de Cátulo Castillo
Por Nicolás Sosa Baccarelli
El bautismo
El
6 de agosto de 1906, Buenos Aires despertaba de la siesta con el mismo frío de
la mañana y una lluvia torrencial. Un hombre busca a Don Pepe por Tribunales
para darle la noticia: ha nacido su hijo.
Don
Pepe corrió hasta la casa, quitó al niño de brazos de su madre, le sacó el
pañal, y suspendiendo en el aire al recién nacido, exclamó: “¡Hijo mío, que las
aguas del cielo te bendigan!”. El bautismo del hijo de José González Castillo
no podía ser de otra manera.
“¿Cómo
se va a llamar?” —preguntó dos días después el empleado del Registro Civil—.
“Descanso Dominical González Castillo” —dijo el padre—. Por supuesto, el
empleado se opuso, don Pepe se enfureció, y casi terminan a los golpes si no hubiesen intervenido
quienes lo acompañaban. Alguien lo convenció
y le quedó por nombre “Ovidio Cátulo”. La antigua aspiración libertaria
del domingo de descanso merecía, a criterio de González Castillo, quedar
impreso en su nuevo vástago.
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| Su padre, José González Castillo |
Las musas
La
figura de José González Castillo inspiraba un respeto fundado en su
carácter, en su formación literaria y
anarquista, en su obra como dramaturgo. Con la sanción de la Ley de Residencia,
sancionada en tiempos de Roca, y los operativos del gobierno para festejar el
Centenario en paz, un hombre como don Pepe, corría riesgo de prisión.
En
1910 la familia tuvo que exiliarse en Valparaíso, ciudad donde vivió casi ocho
años. Ya de regreso en Buenos Aires, y luego de varias mudanzas, los González
Castillo se establecieron en Boedo 1060, en años en los que todavía esta calle
no era un barrio. Allí el joven Cátulo comenzó a tomar las primeras lecciones
de violín y de piano, dictadas por Juan Cianciarulo, un viejo músico italiano.
Pronto
comenzó a componer y a escribir sus primeros versos, inspirados en los
clásicos, a quienes su padre lo acercó. Contaría Cátulo, años más tarde: “Un
día llego a casa y me lo encuentro a Rubén Darío, mi padre lo invitó a comer (En
uno de sus viajes a Buenos Aires). Lo vi como una especie de gigante, con su
larga melena algo rizada y siempre despeinada. Tenía facciones de chinote y
fumaba interminables puros cuya ceniza le caía en las solapas. Era corresponsal
del diario La Nación, en Europa. Mi padre compró champagne ese día y él lo
batía con un cigarro que luego encendió, entonces tomaba un trago y daba una
chupada al cigarro. Tenía voz grave y al hablar incluía palabras francesas (…) Junto
con Carriego fueron las influencias de mi niñez.”
El despegue
En
1924 Buenos Aires conoció el tango “Organito de la tarde” con música de Cátulo y
letra de su padre. Por entonces contaba
con diecisiete años y ya había pergeñado los acordes de “Silbando”. Luego
vinieron otros tangos de la misma dupla, y varios trabajos con otros destacados
poetas. Hasta aquí Cátulo parecía perfilarse como músico.
Un
día llamó a su puerta un joven santiagueño
que vivía en su barrio ofreciéndole una letra titulada “El ciego del violín”. Cátulo
aceptó la propuesta de componer la música, junto a otro jovencito, hijo del
zapatero de la misma barriada: Sebastián Piana. El tango, dedicado a Evaristo
Carriego, se terminó llamando “Viejo ciego” y el nuevo amigo, al acortar su
apellido, Homero Manzi. También conoció por estos días a Celedonio Flores,
Carlos de la Púa y Nicolás Olivari (con quien luego escribiría el famoso tango
“La Violeta”).
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| Padre e hijo en París |
En
1925 Gardel grabó “Caminito del taller”, un tango de temática también
carreguiana, donde Cátulo evidencia sus preocupaciones por las miserias
sociales de su tiempo, las cuales lo conducirán, años más tarde, a militar en
las filas del peronismo. “¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste/ envuelta en
una racha de tos seca y tenaz”.
Dos
años después, recibe la invitación a presentarse en España, junto al canto
Roberto Maida. Armó, de apuro, una orquesta, viajaron, actuaron en escenarios
europeos y llevaron al disco algunos tangos, para el sello Odeón. La gira
finalizó en 1930, año en el que regresó a Buenos Aires.
A su destacada pero poco reconocida faceta de
músico (llegó a dirigir, contra la opinión de muchos de sus colegas
provenientes de la música académica, el Conservatorio Municipal Manuel de
Falla) se suma otra aún menos difundida: la del boxeador. Cátulo alcanzó el
título de campeón argentino de peso pluma, llegando a las puertas de los juegos
olímpicos.
Los años de oro
En
los albores de la década dorada de los 40’, Cátulo escribe, con música de
Sebastián Piana, dos piezas clave en la construcción e interpretación de su
obra: “Tinta roja” y “Caserón de tejas”.
En
la primera, la pregunta retórica que indaga sobre las cosas perdidas, reafirma su poética de esa nostalgia genuina y profunda
que lo caracterizó: “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”,
interroga, sin dejar jamás una sola línea de melancolía lacrimosa o de vuelo
bajo.
“María”,
escrito en 1945, fue el tango que lo unió inescindiblemente a Aníbal Troilo,
esa figura profética de los cuarenta (y de todos los tiempos siguientes), “el
lama de Buenos Aires” como lo nombró Cátulo.
Los
años 50 comienzan con dos irreparables ausencias, son dos los que apresuradamente
han partido: Manzi y Discépolo. Algunos poetas han reducido su producción, por
lo que, en opinión de muchos, Cátulo Castillo se transforma en el letrista más
importante de esta época. Son los años de “Una canción” y “La cantina”, con
Troilo; “Anoche” con Pontier, “Domani” (con
música de Carlos Viván).
Todo
el mundo sabe que el tango experimenta una etapa crítica, la década de los 60’
fue muy difícil; en ese contexto los
argentinos conocimos dos obras maestras de Cátulo, de enorme valor e indeclinable
fama: “El último café” (con música de Héctor Stamponi, y con la que continúa su
itinerario de “ultimidades”) y una bella rareza: “Desencuentro” (con música de Troilo)
donde abraza como jamás había hecho, la temática de la queja, del desconcierto
ante la crueldad del mundo -feroz, traicionero- que acaso lo acerca a las
mejores líneas de su amigo, Discepolín.
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| Cátulo y Pichuco |
De olvido y siempre gris
La
lista de sus obras es, verdaderamente, amplísima. Mencionaremos, además de las
ya referidas, “Café de los angelitos”, “A Homero” (dedicado a Manzi), “Patio de
la morocha”, “La calesita”, “Arrabalera”, “El último farol”, y otras valiosas piezas un poco relegadas por
la misteriosa memoria popular: como los casos de “Cimarrona”, “Amor en remolino”,
“Se muere de amor”, entre muchas más.
Cátulo enseñó que la patria puede ser una
esquina, un patio; y la elegancia, un medallón de yuyo en el ojal. Cátulo supo
explicar en un manojo de versos, que en un solo tren que parte está todo el
adiós, el jamás y el olvido. Y luego de
eso sonreír para contar que “es todo, todo, tan fugaz, que es una curda nada
más” su confesión.
La
presencia de su padre tiene sobre el poeta que recordamos, una gravitación
innegable. Cronológicamente se puede ver en la obra de Cátulo Castillo una
continuidad de la temática fundada por Manzi, en “Viejo ciego”, que tiene al
barrio como universo cálido y fugitivo, donde habita a sus anchas la poesía (en
ambos la figura de Carriego fue determinante). Pero, por ese camino, Cátulo
llega a una hondura existencial sin par, que comienza indagando sobre el
paradero de los viejos patios, de los aljibes y las rejas, para desembocar, con
“La última curda”, en una sentencia digna de Camus o de los novelistas rusos: “la
vida es una herida absurda”.
La
influencia lorquiana en su obra no pasa desapercibida, y nos deja una valiosa
página en “Camino del Tucumán” (1946)
donde relata: “Trotando viene la noche/ por negras huellas de sueño./ La
luna, corre que corre,/ fatiga los bueyes/ cansados y lerdos...”
A
veces aparece el Cátulo admirador de los logros del modernismo, y el de la alta
poesía francesa; otras, exhibe arrestos de un surrealismo que no llegó a
desarrollar (“Cerrame el ventanal/ que quema el sol/ su lento caracol de sueño…”
dice en “La última curda”).
Por
momentos presenta un manejo del lenguaje compartido con el gran Homero
Expósito. Como en este último, sus letras abundan en rimas internas y juguetonas
que, arrastran una potencia musical enorme: “Caracola del mar. Caracola,/
gaviota caída/ rodando en la ola... (…) Con un rumbo de estrella dormida/llegaste
a mi vida/tan pálida y sola” dice en el vals “Caracola”.
También
fue periodista de medios gráficos, presidente de SADAIC y de la Comisión de
Cultura de la Nación. Escribió para el teatro, “El patio de la morocha”,
y
"Cielo de Barrilete", y publicó los libros "Danzas
Argentinas", "Buenos Aires Tiempo Gardel" y la novela “Amalio
Reyes, un hombre” que llevó al cine Hugo del Carril.
Pocos
de los grandes compositores se quedaron sin sus versos; escribió con Troilo,
Pugliese, Vardaro, Delfino, Maffia, Piana, Stamponi, Maderna, Pontier, entre
otros.
En
los años 70, en medio de un clima de zozobra y exclusión política, con SADAIC
intervenido, y con una sufrida economía, se recluyó en una casita en la Provincia
de Buenos Aires, junto a su mujer y el cariño de decenas de perros y gatos.
Como
él mismo diría sobre Homero Manzi, el 19 de octubre de 1975, “prendido en un
final, falló la vida”, y partió Cátulo, el vate de Boedo, el boxeador- poeta, a
asestar sus versos como derechazos de amor, a otros confines.






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